miércoles, 1 de enero de 2014

Sesión

La luz de la tarde se colaba débilmente a través de las espesas cortinas. Un calor sofocante, húmedo, invadía la habitación. Sudor de hombre, olor de animal acorralado. Así se sentía. Llevaba horas sujeto a aquella argolla a través de una cadena con los eslabones justos para permitirle acercarse al bebedero lleno de orina de Ella y saciar su sed, aunque las últimas veces únicamente se había permitido mojarse la lengua y los labios puesto que no sabía por cuánto tiempo se prolongaría esa situación. Desconocía cuántas horas permanecería su Ama lejos de la casa. Como siempre, no le había dado explicaciones aunque quizás, pensó, me haya facilitado alguna pista y yo no la he sabido ver. Y por distraer su mente en algo, empezó a rememorar lo ocurrido desde que recibió su llamada…

Llevaban varios días intentando organizarse para poder disfrutar de una larga sesión, pero no había manera de ponerse de acuerdo… finalmente y como era de preveer, conociéndola, se había impacientado y decidió que no estaba dispuesta a esperar un minuto más.

El se encontraba en una reunión de negocios cuando el tono de un mensaje sonó en su teléfono. Lo abrió nervioso, tras observar que era de su Ama, puesto que nunca solían comunicarse por ese medio, y no menos tenso leyó una escueta pero contundente frase. “A las 4.00 de la tarde, ni un minuto antes ni un minuto después, quiero verte… y una dirección”

Su corazón empezó a latir apresuradamente. Eran poco más de las 2 de la tarde, si se demoraba mucho no tendría tiempo de acudir a la hora indicada… y demasiado bien sabía lo caro que le costaba un mínimo retraso, de modo que balbuceó una excusa y salió de la oficina, de todas formas –pensó- ya no habría dado pie con bola. Subió a su coche y se dirigió a casa, sorprendido al darse cuenta de que había empezado a anular planes sin plantearse por un momento la posibilidad de negarse a cumplir la orden, certeza que le llevó a una erección inmediata. 

Una vez en su cueva una ducha lenta, cuidadosa depilación (nunca entendería la manía que su Dueña le tenía al pelo) y empezó a preparar su neceser procurando no olvidar nada de lo imprescindible.

Cuando aún quedaba un buen tramo para llegar a la dirección indicada, y faltando sólo 10 minutos para las 4 en punto, le invadió una sensación de pánico. Como siempre, no había calculado la posibilidad de que encontrarse en un atasco, ni tampoco el tiempo que tardaría en aparcar. Se asustó sabiendo que tendría que pagar por ello, mientras su polla en lugar de asustarse, seguía creciendo y ya amenazaba con reventar el pantalón.

Llamó a la puerta a las 4.08 y fue recibido por una sonora bofetada y un gesto adusto. No aprenderás nunca verdad, perro? No se atrevió a responder, ni siquiera a mirarla a los ojos. Empezaba a temer el duro castigo que vendría a continuación y que, sin duda alguna, tenía bien merecido.

Colócate en aquel rincón, ya sabes cómo, y espérame. Se desnudó tembloroso, dejó su neceser abierto a la vista, esperando que los objetos nuevos que contenía la alegraran lo suficiente como para convertirla por una vez en compasiva, y se arrodilló en el suelo, humilde y entregado.

Su Dueña tardó una eternidad en regresar… o al menos eso le pareció. Se acercó a él, serena, majestuosa. Ponte de pie y acércate a la mesa –ordenó-. El perro no se hizo repetir la orden y quedó frente a ella. Bien perrito, como siempre has llegado tarde y eso ya empieza a convertirse en una costumbre. Te has ganado un castigo, y me temo que éste no lo vas a disfrutar como otros… quiero que lo sufras y lo recuerdes cada vez que te cite.

Abrió el neceser y cogió uno de los cepillos de rimmel del interior. Como era de esperar no demostró alegrarse lo más mínimo al observar que había varios modelos nuevos que ofrecían múltiples posibilidades de sufrimiento. En esos momentos era capaz de convertir toda la sensibilidad y ternura que emanaba en otras situaciones en una capa de hielo y crueldad que a veces llegaba incluso a asustarle. Estaba tan ensimismado en tales pensamientos que apenas se dio cuenta de que estaba empezando a introducirle el cepillo en la uretra, circunstancia de la que se percató repentinamente al empezar a entrar la parte más ancha de éste.

Estaba metiéndolo sin previa dilatación, forzaba el orificio y las púas del cepillo empezaban a raspar viejas heridas, encallándose en éstas. Finalmente acabó de introducirlo de un solo golpe, lo que provocó que se le escapara un ligero gemido. Te quejas, perrito?- dijo Ella con una sonrisa cínica en su rostro- pues esto no es nada comparado con lo que te espera, acércate más a la mesa.

Acto seguido colocó su polla erecta sobre la tabla, cogió un rollo de cinta de embalar en la que él ni se había fijado, y sujetó con ella el mango del cepillo a la mesa. “Relájate cariño, esto va a ser duro, las manos a la espalda” y de nuevo le dejó solo.

Volvió acto seguido con la fusta en la mano y sin previo aviso lanzó un primer azote sobre la polla. Inconscientemente y de manera automática, el perro dio un paso atrás lo que provocó que el cepillo se saliera un par de centímetros. Una carcajada invadió el silencio de la habitación. “Muy bien perrito, has hecho lo que esperaba, da un paso adelante y recoloca el cepillo sin usar las manos”.

El perro hizo lo que se le ordenaba, temblando al sentir mil agujas arder en su interior pero sabiendo que era del todo inútil lamentarse, por lo que se limitó a apretar los labios y esperar el siguiente golpe que no tardó en llegar, seguido de tantos que llegó a perder la cuenta. A cada azote un impulso le llevaba a apartarse, pero siempre conseguía evitarlo… siempre hasta que llegó el último. Mucho más fuerte que los anteriores, no fue capaz de contenerse y saltó hacia atrás. El dolor que sintió le atravesó el pene y los testículos como un cuchillo. Ella sonrió de nuevo, se acercó a él y le besó con dulzura, empujándole delicadamente hasta que volvió a su posición inicial, mientras que al mismo tiempo notaba como se recolocaba de nuevo aquel maldito invento en su ya destrozada uretra.

Unos cuantos azotes más y Ella ya se había cansado del juego, su impaciencia no le permitía seguir disfrutando de uno mientras su mente la llevaba hacia otra idea más sádica. El perro se dio cuenta inmediatamente de su ansiedad, reconocía en ella cada mirada, cada gesto que resultaría imperceptible para cualquiera que no la conociera tanto… y empezó a temer lo que iba a venir, puesto que tenía la total seguridad de que iba a ser peor, siempre un paso adelante, siempre un poco más duro.

Ella sonrió y sin decir ni una palabra despegó la cinta de la mesa y liberó el mango del cepillo. Lo extrajo despacio, regodeándose en sus gemidos y en la expresión de su rostro. Una vez fuera, recogió con un dedo el hilillo de sangre que brotaba de su polla, se la dio a lamer, le besó en los labios y desapareció de su vista. 

Instantes después regresaba con una botella en la mano y una jeringuilla en la otra. “Estás sangrando perrito, y eso hay que curarlo”. Llenó la jeringa con alcohol y la apoyó en la punta del orificio. “Va a doler, cariño, pero tengo que hacerlo”. Aquella sonrisa tierna y sádica a la vez le volvía loco. Sentía el dolor que le provocaban los espasmos de su erección y sabía que lo que le esperaba iba a ser terrible, pero no pudo evitar sonreir y desear comérsela a besos, Ella podía hacer lo que quisiera, Ella podía usarle, destrozarle, torturarle, y él se lo daría feliz sólo a cambio de ver su sonrisa de orgullo una vez más, de sentir una caricia o un roce de sus labios. 

De repente su propio grito le sacó de su ensimismamiento, la quemazón que le atravesaba todo el pene era insoportable, sin poder evitarlo empezó a dar saltitos y resoplar, mientras Ella reía a carcajadas, “Quejica, que no pica tanto” y soplaba juguetona, como si de esa forma pudiera remediar el ardor que le rompía por dentro, al mismo tiempo que taponaba con sus dedos para que ni la más mínima cantidad del líquido se vertiera antes de cumplir su cometido de cura y desinfección.

Le dejó respirar unos instantes, el tiempo necesario para acercarse a su bebedero y orinar en él, mientras el perro sentía que su polla iba a explotar por las sensaciones que le provocaban aquella visión. Una vez se hubo vaciado… “Tienes sed, perrito? Puedes beber”. El hombre se lanzó sediento al recipiente y bebió hasta quedar saciado, momento en que se atrevió a levantar la cabeza y a mirarla implorante. “No cariño, aún no te has ganado limpiarme, de pie ahora!”

Nuevamente se acercó a él con otro objeto en la mano. Dios!! Aquel cepillo verde era su instrumento de castigo preferido, sus características lo convertían en un aparato terrible, tanto para ser introducido como al girarse y mucho más después de esa primera tortura con el amarillo  

Como se temía, la inserción fue difícil y dolorosísima, Ella no tenía prisa y él no sabía si prefería que siguiera siendo cuidadosa o acabara aquello de una vez, pero de hecho daban igual sus preferencias, daba igual lo que le apeteciera, deseara o pidiera, eso en el caso de que se atreviera a pedir algo, puesto que de sobras sabía que su Dueña no toleraba ni el más mínimo intento de manipulación o prepotencia y siempre se lo hacía pagar muy caro… y por supuesto, de la forma que a él menos le gustaba pagarlo, aunque por desgracia -pensaba- aún no había aprendido la lección y continuaba indignándola de vez en cuando son sus ademanes orgullosos y soberbios, de lo cual siempre acababa arrepintiéndose.

Perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que finalmente el cepillo ya estaba dentro, aunque la Señora no tardó en apercibirse de su estado ausente y decidió hacerle volver de allá donde estuviera con un giro completo del mango, que le hizo gemir al sentir rasgarse de nuevo el interior de su polla.

Lo cogió con dos dedos y tirando suavemente le condujo al centro de la habitación, mientras él no era capaz de imaginar lo que se le podría haber ocurrido. Unas secas palabras le sacaron de su ensimismamiento “No quiero que se salga”. Cogió la vela que ardía lentamente y en la que ya había una considerable cantidad de cera. Asió de nuevo el mango del cepillo y acercando la llama a su pene, empezó a verterla muy despacio, casi gota a gota, sobre éste. A medida que el líquido hirviente rozaba su piel, el perro no podía estarse quieto, se retiraba sin ser capaz de evitarlo pero al mismo tiempo se asustaba temiendo que el cepillo se saliera, lo que le hacía volver a su posición inicial inmediatamente y producía un vaivén continuado que le provocaba la sensación de estar siendo follado por aquel cepillo.

Y la cera no se terminaba, y el cepillo seguía taladrando su uretra sin compasión, y su Dueña sonreía satisfecha, le acariciaba con los labios susurrándole tiernas palabras al oido y reflejaba en su mirada la certeza de que aquello no había hecho más que empezar, de que esa tarde iba a sacarle mucho más partido a aquel hombre que se había puesto en sus manos hacía ya tanto tiempo.

Anastasia ©
21.01.2009

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