domingo, 13 de abril de 2014

Orgullo personal vs Orgullo de sumisa

Alguien que me conoce muy bien, me ha hecho hoy una pregunta, ¿qué es más importante tu orgullo personal o tu orgullo por ser la mejor sumisa?.  No sabría qué decir a priori, así que antes de responder voy a reflexionar sobre ello hasta llegar a una conclusión, y voy a hacerlo aquí, a pelo, intentando escribir todo lo que pase por mi cabeza al respecto, no haciendo mucho caso a aquéllos que me aprecian y me recuerdan que no debería exponerme tanto, porque creo que el asunto del orgullo a vencer es más que común entre las sumisas. A ver qué tal sale el experimento...

Precisamente por el tiempo que hace que somos amigos y lo mucho que hemos vivido juntos en el aspecto bedesemero, este Dominante sabe lo orgullosa que soy y lo mucho que me cuesta vencer ese orgullo. Sabe bien que, aunque cuando han hecho nacer en mí una total y absoluta necesidad de entrega la sumisa acaba venciendo a la mujer en esa lucha de la que ya he hablado, el amor propio de la persona que existe tras Anastasia siempre está ahí, latente, impidiéndome hacer aquello que me piden y que, tengo que reconocerlo, a veces la perra está impaciente por vivir. 

Por otro lado, también es cierto que si algo me llena como sumisa más que ninguna otra cosa es ver la satisfacción de mi Dueño en sus ojos o escucharle decir lo orgulloso que está de mí por mis logros o avances, lo cual, por ende, provoca en mí ese mismo sentimiento y me hace sentir la más grande, la mejor, única y especial, esa auténtica diosa a la que tantas veces me refiero.

Ahora bien, llegados a este punto, observo que de lo que se trata no es "tan sencillo" como saber cuál es el orgullo que prevalece, sino cuál de las dos mujeres prevalece... una vez más. La mujer o la sumisa. Así de simple, porque no podemos olvidar que tras la perra a la que sólo algunos privilegiados han puesto de rodillas sigue existiendo esa mujer. Esa sumisa que por entrega y vocación de servir se comerá su orgullo, habita en la mente de esa mujer. Esa mujer que después obligará a la perra a enfrentarse a su rabia por haber cedido, porque la muy zorra se queda ahí, esperando y diciendo ya te pillaré. Ya se alejará El y volverás a ser tú y entonces te recordaré lo que has hecho y cómo te has dejado vencer.

Ummm, releyendo me doy cuenta de que tengo que volver un par de párrafos más arriba y he de cuestionarme algo de lo que no me había apercibido y creo que puede ser importante para llegar al quid de la cuestión. ¿Ese orgullo que me hace sentir una diosa lo experimenta también la mujer o sólo la sumisa? Es decir, rizando el rizo (en mi línea), ¿cuál de las dos se siente orgullosa por haber sido capaz de vencer su orgullo y haberle dado a El lo que quería? Más aun ¿qué orgullo ha sido vencido en realidad, el de la mujer o el de la sumisa?

Rememoro momentos en los que he experimentado esa sensación post-encuentro (sigo negándome a llamarlo sesión) y recuerdo perfectamente cientos de peleas a muerte entre ambas. Y si soy sincera, que es de lo que se trata, nunca, ni una sola vez, jamás, la mujer se ha sentido mal por haberle permitido doblegarme, de ahí la rabia que mencionaba, porque a mi cerebro de mujer independiente, fuerte, en esos momentos le repatea admitir lo mucho que lo disfruta, aunque acaba no quedándole otro remedio. Todo lo contrario a sentirme mal, en realidad esa sensación de grandeza por lo experimentado ha acompañado durante días a la mujer, sintiéndome orgullosa de ser lo que soy y feliz por tener la fortuna de vivirlo. Cada vez que he acariciado mis marcas, aun recordando la mayoría de ocasiones que son fruto de la doma de mi orgullo, de mi educación en este sentido, siempre me he sentido orgullosa de ellas y de haber avanzado un pasito más.

Llegados a este punto, el encuestador diría: "Entonces...?" y la respuesta creo que es clara y contundente. No existen dos orgullos. El orgullo de la mujer y el orgullo de la sumisa son sólo uno, porque ambas son la misma persona y lo que hace una repercute a la otra. Ahí está la verdadera cuestión. Cuando la mujer se muestra orgullosa (hablamos siempre dentro de la escena bdsm), la sumisa acaba sufriéndolo porque no hace las cosas bien, decepciona su Amo y se siente fatal; en cambio cuando la sumisa obliga a la mujer a comerse su orgullo, consigue la felicidad de ambas, de la perra durante y de la mujer después; por lo que la conclusión es radical, siempre es más fuerte el orgullo de la sumisa, porque ser la mejor sumisa para El es lo que me hace ser más grande como mujer y persona, es lo que me convierte en una diosa.

Anastasia ©







viernes, 11 de abril de 2014

Masoquismo, dolor y entrega.

Cuando me detengo a pensar en mi condición dentro del bdsm y a pesar de mi conocida versatilidad a temporadas cuando me lo pide la mente (que no el cuerpo), suelo centrarme únicamente en mi vertiente sumisa, no dando demasiada importancia a la opción masoquista que va dentro del "paquete". 

De hecho siempre me he definido como más sádica que masoca, y si tengo que matizar no me cuesta admitir que soy masoquista "a la carta". Supongo que no la única, por cierto. Está claro que quien no es masoquista, quiero decir, quien no disfruta del dolor "per sé", reconoce ciertos dolores o dolor en determinada medida aplicado en ciertas partes del cuerpo, como un intensificador del placer o un complemento de éste, pero ciertamente la mayoría de sumisas que conozco no gozan cuando sufren dolor si no va acompañado de otras sensaciones.

Como digo, yo siempre he pensado sin detenerme mucho a profundizar en ello, que definitivamente no me gusta el dolor en general, así como he creído que estoy bastante limitada en este aspecto puesto que me considero poco resistente a él o con el famoso umbral del mismo relativamente bajo, así que en uno de mis momentos de introspección decido analizar si realmente mi percepción es correcta o, por el contrario, soy más masoquista de lo que quiero admitir.

Admitir, cuestión importante. Sí que es verdad que me reconozco como una persona viciosa. Me "engancho" a todo lo que me pone, por lo que he de tener máximo cuidado con acercarme a algo que pueda correr el riesgo de motivarme demasiado, puesto que ahí me quedo así, "enganchada", obviando los daños colaterales que pueda acabar sufriendo. A eso me refiero cuando quizás, y digo quizás, no se trata de no haber profundizado nunca en esta cuestión, sino en que no me interesara hacerlo, no fuera a descubrir que la cosa del daño físico verdaderamente me pone y acabe siendo uno de estos "enganches", con lo que inevitablemente terminaría en esa espiral en la que siempre quieres más y al final no existe límite.

Aclarado este punto en mi retorcida mente (lo que tiene el conocerse muy bien), sigo analizando y rememoro escenas (odio el término sesión, no sé si lo he comentado alguna vez) en las que el dolor ha sido el centro de la experiencia, y escarbando, escarbando, resulta que sí han existido ocasiones en las que rotundamente me han llevado casi (casi eh) al límite de mi resistencia.

Pienso en momentos determinados en los que el dolor ni se acompañaba de placer ni existían expectativas de que lo hubiera (placer sexual, entiéndase), momentos en los que el "sufrimiento" era extremo, casi insoportable, hasta tal punto que se dan aquellos instantes en los que piensas que no podrás tolerar un golpe más, pero en cambio resistia uno y otro y otro más, permitiéndole seguir hasta que El considerara oportuno. Y también ahora sé que de ningún modo le habría pedido que se detuviera más que unos minutos para darme un respiro.

El siguiente paso, como no podría ser otro, es que cuando llego a esa conclusión me digo, vamos a ver querida, si no disfrutas el dolor y en esos momentos El no usaba éste como un incentivo para prolongar el placer, acentuarlo, intensificarlo o lo que sea, ¿Por qué demonios te resultaba tan excitante que te azotara y te hiciera sufrir?. ¿Eres en realidad masoquista? ¿Será esto lo que ellos (los masocas) llaman disfrutar del dolor físico?.

Vueltas y más vueltas intentando discernir qué soy, cuál es mi verdadero nivel, dónde está mi umbral y claro, una compara lo vivido con lo que ha visto por ahí, principalmente culos a rayas o totalmente morados e hinchados y piensa... pues va a ser que no, que no aguanto lo que aguantan otras; pero hago memoria o miro fotografías y me doy cuenta de que sí han habido morados, verdugones y marcas que han durado semanas, osea que... ¿sí soy masoca?.

Pero finalmente, después de días y días de dudas, una lucecita se ilumina y todo se aclara de repente al recordar que a ese nivel sólo he llegado con determinadas personas, y llego a la deducción de que ni soy masoquista, ni sufro con el dolor, pero sí soy más sumisa de lo que yo misma quiero admitir. 

Sé que nunca le serviré café envuelta en latex, ni le daré la razón porque sí, ni me mostraré servil, humilde y entregada en todo momento, ni callaré cuando El hable, ni me arrodillaré a sus pies mientras lee la prensa. Posiblemente le llevaré la contraria más de lo que debería, le discutiré todas y cada una de sus opiniones, pelearé, le motivaré, le haré enfadar e incluso a veces conseguiré que me odie, pero a pesar de todo, en realidad lo que me ha hecho resistir, aguantar y disfrutar el dolor que ha decidido darme porque lo merecía, porque le apetecía, porque sí, no era otra cosa que el deseo de dárselo todo, de darle más, de demostrarle mi intención y voluntad, de que me sienta Suya.

Lo que me convierte en masoquista es lo mismo que me convierte en amiga, consejera, terapeuta o puta. Lo que me convierte en masoquista es mi Entrega. Sin más.

Puta sumisión...

Anastasia ©



sábado, 5 de abril de 2014

Nunca lo olvides

No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
Aceptar tus sombras,
Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje 
perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo,
correr los escombros,
destapar el cielo.
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se esconda,
y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma
aún hay vida en tus sueños.
Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo
porque lo has querido y porque te quiero
porque existe el vino y el amor, es cierto.
oorque no hay heridas que no cure el tiempo.
Abrir las puertas,
Quitar los cerrojos,
abandonar las murallas que te protegieron,
vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa,
ensayar un canto (como yo te he oído cantar),
bajar la guardia y extender las manos
desplegar las alas
e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos.
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se ponga y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños
porque cada día es un comienzo nuevo,
porque ésta es la hora y el mejor momento.
Porque no estás solo, porque yo te quiero.

Mario Benedetti

Victorias


Como he dicho en alguna ocasión, llegados a ciertas edades (léase a partir de los 40), todos llevamos nuestra propia mochila cargada de más o menos éxitos y también de más o menos fracasos. Dado que nos creemos de vuelta de todo, pensamos que uno más de cualquiera de ellos no hará la carga más pesada ni por supuesto más ligera, y muchas veces nos lanzamos a la piscina creyendo que somos si no infalibles, sí casi. Que nada nos afectará, nos dolerá o nos traumatizará. ¡Los traumas son para los niños, para quien no ha vivido, yo con lo que llevo a cuestas puedo con todo! Cuántas veces habremos dicho o pensado esa frase. Creemos que el corazón, el alma o como quieras llamarlo, ya está endurecido, encallecido y fuerte. Libre de cualquier lesión, inmune a los golpes del destino, a las garras de la desilusión. Queremos pensar que si fallamos, si algo no nos sale como esperábamos podremos con ello. Seremos perfectamente capaces de gestionar el mal trago y podremos seguir caminando como si nada hubiera pasado.

Pero ay que, como dijo un sabio, la vida es muy bonita cuando a uno se la cuentan o la lee en libros, pero tiene un inconveniente. Hay que vivirla. Y resulta ser que cuando te llevas el golpe, incluso teniéndolo previsto, que la edad también sirve para ver más allá de lo que se observa a primera vista, te afecta tanto o más que aquel pequeño chasco que inauguró tu contador hace ya tantos años (sí, aquél que entonces creíste que en la vida ya no podría pasarte nada peor). Cuando te estrellas con la realidad contra la que tanto has luchado, creyéndote más fuerte que ella, en la seguridad de que podrías superar las dificultades y al final saldrías victoriosa, el hostiazo es tan impresionante que hace que se tambaleen hasta tus cimientos.

¿Y qué ocurre entonces? Que escondidos bajo esos cimientos se encontraban tus fantasmas más ocultos, esos demonios traidores de los que también he hablado en ocasiones, que esperan agazapados y pacientes el momento de salir y morderte directamente en la yugular. Léase en tu autoestima, en tu seguridad, en tu fuerza. Y ocurre que la persona en la que te has convertido, la que tanto has luchado por conseguir ser, se desmorona como un castillo de naipes, se hunde, se deshace como si fuera de arena y se convierte, como ya fue una vez, en nada. En nada no, ojalá fuera nada, se convierte en basura, en algo no válido a tus propios ojos; y también según tu propia perspectiva en alguien que naturalmente merecía lo que le ha ocurrido porque no sirve. No sirve como ser humano, no sirve como hombre o mujer según el caso...

Pero muchas veces ni siquiera nos basta con eso para aprender la lección, seguimos ahí a piñón, rozando incluso el patetismo, poniéndonos en ridículo si hace falta, intentando dar la vuelta a la tortilla y creyendo, en esos espejismos que no sé qué enano cabrón acciona en nuestro cerebro, que es el valor lo que nos hace empecinarnos en seguir luchando por lo que queríamos, cuando verdaderamente nada más lejos de la realidad. No es el valor, es lo contrario. Es el miedo a perder. El miedo a enfrentarnos a esos fantasmas. El miedo al fracaso, sin querer ver que, en realidad, ya hemos fracasado.

Esta reflexión ha surgido porque recientemente una amiga, una mujer ciertamente poco acostumbrada a perder, me explicaba dolida su última decepción. Descalabro que hay que decir que era la crónica de una muerte anunciada, pero, a pesar de ser consciente de eso, ella luchó perseverante durante meses esperando vencer una vez más y salirse con la suya como viene haciendo desde hace ya mucho tiempo. Durante días hemos luchado juntas contra los fantasmas y los demonios, les hemos mirado a los ojos y hemos peleado a muerte contra ellos para devolverles a su lugar. Una guerra ardua que ha reabierto muchas heridas en el proceso, las cuales también hemos tenido que ir cerrando de una en una, con precisión y severidad. 

Como siempre, como no podía ser de otra forma, mi amiga ha vuelto a ganar. Porque es grande, porque tiene apoyos que la ayudan en sus batallas, porque es consciente de que dejarse abatir nunca es la solución. Sabe que los malos volverán, vaya si lo sabe. Es perfectamente consciente de que algún día habrá otro golpe que los hará salir, aunque cuando llegue el momento seguramente no lo recordará y volverá a pensar que es infalible. Pero mirándola hoy a los ojos me he dado cuenta de algo y de ahí mi homenaje a ella. Sí que es invencible. Lo es porque no se deja derrotar, porque no se rinde y porque aunque la han doblado como el viento dobla un junco, no la han partido y ha vuelto a ponerse en pie. Ni un huracán la partiría. 

Hoy me siento orgullosa de ella.

Anastasia ©

viernes, 4 de abril de 2014

¿A quién perteneces?

Pertenezco a aquél que me cuida todo el tiempo, a aquél que me empuja, me apoya y me levanta sin desfallecer, sin pedir explicaciones, sin dar órdenes, sin mandarme callar, llevándome a compartir con El todo lo que sale de mí, lo bueno y más aún lo malo. 

Mi Señor es aquél que me hace sonreir y reir a carcajadas. Aquél que me valora como un tesoro, que me desea a todas horas y no teme demostrarlo ni gritar lo orgulloso que está de mí. Aquél que me lleva de la mano y se molesta en conocerme cada día un poco más, que me regala sus conocimientos, su fuerza, su impulso y su alegría. 

Mi Amo es aquél que nunca provoca mi llanto, mi dolor, mi frustración. Es aquél que anula mis fantasmas, destruye mis temores, rompe mis tabúes y lucha a mi lado contra mis demonios. Aquél que me obliga a levantar la cabeza y a mirarle a los ojos.

Mi Dueño es aquél que merece serlo.

Anastasia ©