sábado, 5 de abril de 2014

Victorias


Como he dicho en alguna ocasión, llegados a ciertas edades (léase a partir de los 40), todos llevamos nuestra propia mochila cargada de más o menos éxitos y también de más o menos fracasos. Dado que nos creemos de vuelta de todo, pensamos que uno más de cualquiera de ellos no hará la carga más pesada ni por supuesto más ligera, y muchas veces nos lanzamos a la piscina creyendo que somos si no infalibles, sí casi. Que nada nos afectará, nos dolerá o nos traumatizará. ¡Los traumas son para los niños, para quien no ha vivido, yo con lo que llevo a cuestas puedo con todo! Cuántas veces habremos dicho o pensado esa frase. Creemos que el corazón, el alma o como quieras llamarlo, ya está endurecido, encallecido y fuerte. Libre de cualquier lesión, inmune a los golpes del destino, a las garras de la desilusión. Queremos pensar que si fallamos, si algo no nos sale como esperábamos podremos con ello. Seremos perfectamente capaces de gestionar el mal trago y podremos seguir caminando como si nada hubiera pasado.

Pero ay que, como dijo un sabio, la vida es muy bonita cuando a uno se la cuentan o la lee en libros, pero tiene un inconveniente. Hay que vivirla. Y resulta ser que cuando te llevas el golpe, incluso teniéndolo previsto, que la edad también sirve para ver más allá de lo que se observa a primera vista, te afecta tanto o más que aquel pequeño chasco que inauguró tu contador hace ya tantos años (sí, aquél que entonces creíste que en la vida ya no podría pasarte nada peor). Cuando te estrellas con la realidad contra la que tanto has luchado, creyéndote más fuerte que ella, en la seguridad de que podrías superar las dificultades y al final saldrías victoriosa, el hostiazo es tan impresionante que hace que se tambaleen hasta tus cimientos.

¿Y qué ocurre entonces? Que escondidos bajo esos cimientos se encontraban tus fantasmas más ocultos, esos demonios traidores de los que también he hablado en ocasiones, que esperan agazapados y pacientes el momento de salir y morderte directamente en la yugular. Léase en tu autoestima, en tu seguridad, en tu fuerza. Y ocurre que la persona en la que te has convertido, la que tanto has luchado por conseguir ser, se desmorona como un castillo de naipes, se hunde, se deshace como si fuera de arena y se convierte, como ya fue una vez, en nada. En nada no, ojalá fuera nada, se convierte en basura, en algo no válido a tus propios ojos; y también según tu propia perspectiva en alguien que naturalmente merecía lo que le ha ocurrido porque no sirve. No sirve como ser humano, no sirve como hombre o mujer según el caso...

Pero muchas veces ni siquiera nos basta con eso para aprender la lección, seguimos ahí a piñón, rozando incluso el patetismo, poniéndonos en ridículo si hace falta, intentando dar la vuelta a la tortilla y creyendo, en esos espejismos que no sé qué enano cabrón acciona en nuestro cerebro, que es el valor lo que nos hace empecinarnos en seguir luchando por lo que queríamos, cuando verdaderamente nada más lejos de la realidad. No es el valor, es lo contrario. Es el miedo a perder. El miedo a enfrentarnos a esos fantasmas. El miedo al fracaso, sin querer ver que, en realidad, ya hemos fracasado.

Esta reflexión ha surgido porque recientemente una amiga, una mujer ciertamente poco acostumbrada a perder, me explicaba dolida su última decepción. Descalabro que hay que decir que era la crónica de una muerte anunciada, pero, a pesar de ser consciente de eso, ella luchó perseverante durante meses esperando vencer una vez más y salirse con la suya como viene haciendo desde hace ya mucho tiempo. Durante días hemos luchado juntas contra los fantasmas y los demonios, les hemos mirado a los ojos y hemos peleado a muerte contra ellos para devolverles a su lugar. Una guerra ardua que ha reabierto muchas heridas en el proceso, las cuales también hemos tenido que ir cerrando de una en una, con precisión y severidad. 

Como siempre, como no podía ser de otra forma, mi amiga ha vuelto a ganar. Porque es grande, porque tiene apoyos que la ayudan en sus batallas, porque es consciente de que dejarse abatir nunca es la solución. Sabe que los malos volverán, vaya si lo sabe. Es perfectamente consciente de que algún día habrá otro golpe que los hará salir, aunque cuando llegue el momento seguramente no lo recordará y volverá a pensar que es infalible. Pero mirándola hoy a los ojos me he dado cuenta de algo y de ahí mi homenaje a ella. Sí que es invencible. Lo es porque no se deja derrotar, porque no se rinde y porque aunque la han doblado como el viento dobla un junco, no la han partido y ha vuelto a ponerse en pie. Ni un huracán la partiría. 

Hoy me siento orgullosa de ella.

Anastasia ©

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